Carta rector

La Universidad necesita saber lo que es para serlo

Quiero que mis primeras palabras como Rector sean de agradecimiento a nuestro Gran Canciller y presidente de la Fundación por la responsabilidad que me ha confiado. Hace 17 años que me incorporé al CEU de su mano y por su iniciativa. Lo hice como Vicerrector del Campus de Elche cuando él era Rector de la UCH. Es también de su mano y por su iniciativa que ahora tengo el honor de dirigirme a todos ustedes como Rector de nuestra universidad. Gracias Presidente, sabes que tu confianza me honra y me obliga.

Poco podía yo sospechar por aquel entonces que el que era mi Rector sería tiempo después Gran Cancilller, y que el director del Centro de Elche en aquellos días, Francisco Sánchez, sería hoy el gerente de la universidad. Y menos todavía que me encontraría entre ambos, aunque no sé si decir que como entre la espada y la pared.

Por similares razones quiero expresar mi agradecimiento al patronato de la Fundación Universitaria San Pablo CEU. Impresiona, más todavía, conmueve ver cómo una larga sesión de trabajo de los patronos -la primera para mí-, tras debatir proyectos y dificultades, concluye con una oración para que los rectores tengan acierto en las decisiones y fortaleza ante las dificultades. Gracias de corazón por esa forma de gobernar tan cómplice y fraternal. La confianza así recibida no es una carga, sino una deuda, un deber intensamente personal.

Podría seguir detallando mis motivos de gratitud al Director General, que ya son muchos, o al Secretario General, a los directores corporativos y sus colaboradores, al equipo rectoral y el Consejo de Gobierno, a los decanos y sus equipos, a los directores de departamento y los profesores. Pero con ellos he compartido ya suficientes horas de trabajo para haberles agradecido reiteradamente su trabajo.

Sin embargo, hoy, en mis primeras palabras como Rector, y tras el Presidente y el Patronato, a quienes quiero expresar de manera particular mi sentido agradecimiento es a los trabajadores y directivos de nuestros servicios, de todos ellos, desde los de limpieza y mantenimiento hasta los de gerencia, secretaria, Informática, Personas, calidad, internacional, investigación, idiomas, comunicación, el Sou o carreras profesionales, a todos. Durante mis años como profesor en el Ceu he encontrado tantas personas esforzadas y serviciales que asumían su función con generosa responsabilidad, que me he persuadido de que constituyen buena parte del patrimonio más valioso de nuestra institución.

Saber que vuestro trabajo no pasa desapercibido. Somos todos conscientes de que la operatividad, la movilidad de este cuerpo que es nuestra institución, depende y se sostiene en vuestro trabajo, a veces en condiciones exigentes o con urgencias difíciles. Gracias. Profesores y estudiantes tenemos con vosotros una especie de deuda cuyo reconocimiento está hecho de gratitud y respeto. Gracias.

En otro orden de cuestiones, quiero también agradecer a la Secretaria autonómica de universidades, Doña Esther Gómez, sus palabras y su presencia hoy entre nosotros. No hace todavía una semana que el President Carlos Mazón nos visitó manifestándonos su cercanía y voluntad de impulsar el conjunto del sistema universitario, sin distingos ni acepciones ideológicas. Lo celebramos, y confiamos en tener con todo el Consell y en particular con la Conselleria de universidades, una relación de colaboración franca, leal y amistosa. No esperamos privilegios, sino equidad; tampoco pretendemos preferencias, nos basta con la igualdad ante la ley -y el trato a nuestros alumnos y sus familias como los ciudadanos de pleno derecho que son.

Nuestra universidad, como todas las demás, públicas o privadas, hace un aporte de valor al sistema universitario valenciano y a nuestra sociedad que merece ser reconocido y apoyado. Créeme, apreciada secretaria autonómica, que es sincera nuestra voluntad de participar constructivamente. Puedes contar con nosotros para cuanto suponga una contribución a mejorar el servicio a los estudiantes y al bien común de nuestros conciudadanos.

Llegados a este punto, y una vez que todo lo sustancial ha quedado dicho, casi podría dar por concluidas estas palabras.

Además, nuestra Secretaria General ha detallado ya el itinerario seguido por la UCH durante el curso pasado. El rumbo a seguir no puede más que dar continuidad al trabajo ya hecho. Por otra parte, durante estos casi cuatro meses he tenido la oportunidad de detallar los nuevos planes y proyectos a todos los profesores de cada uno de los departamentos de todas las facultades, a las personas con responsabilidades y a los investigadores, a los catedráticos, a los profesores de nueva contratación y a los jóvenes profesores del plan cantera. Así que no es necesario insistir reiterándolos.

Sin embargo, si callara ahora dejaría sin cumplir los peores temores de nuestro Gran Canciller al elegir a un filósofo como Rector. Así que, en efecto, me propongo hacerles unas pocas consideraciones de naturaleza filosófica sobre la universidad.

La idea que quisiera sugerirles es que la universidad necesita saber lo que es para serlo. Si la universidad olvida o confunde su misión se desvirtúa hasta dejar de serlo, por mucho que siga en pie como entramado administrativo y económico capaz de generar beneficios, dispensar enseñanzas y expedir títulos con validez oficial.

Esa necesidad de saber lo que se es para serlo y de tener constantemente presente el propio fin, distingue a las instituciones de las meras organizaciones. Las organizaciones tienen objetivos y requieren de la gestión para logarlos. Pero las instituciones tienen además fines que requieren de algo más que mera gestión, requieren de gobierno y de una vida propia capaz de hacer prevalecer los fines sobre los objetivos, de recordar lo sustancial y transformarlo en vida en común.

Piensen, por ejemplo, qué sería de la Iglesia si olvidara su misión confundida con los objetivos que pueden logarse mediante una gestión eficiente. La Iglesia para no desvirtuarse necesita actualizar constantemente el recuerdo del legado que transmite y que, además, necesita actualizarse personalmente dando forma a la vida de quienes la integran.

Nacida del corazón de la Iglesia, ex corde ecclessia, la universidad a su modo y manera también necesita actualizar y preservar el valor del saber por sí mismo como destino de un deseo humano singular, el deseo de saber. Pero de un saber transformado mediante su comunicación en un bien capaz de dar forma a la vida de quienes lo comparten. No hay universidad sin la comunidad entre profesores en torno al saber convertido en bien compartible, es decir, en comunicación entre ellos y para sus estudiantes.

Los profesores conocemos bien el gozo que acompaña a la comunicación de lo que se sabe. Pero para que el deseo de saber y el de comunicarlo se asociaran con la estabilidad de una institución fue necesario que el conocimiento, de ordinario una ventaja que reporta poder y predominio, cayera bajo la ley expansiva de la generosidad comunicativa. Ese fue, me parece a mí, el impulso que la caritas cristiana imprimió en el deseo natural de saber perfeccionándolo mediante su participación y transformándolo en un bien común. Todo ello tomó forma institucional en la universidad cuyo corazón sigue siendo esa libérrima gratuidad de quien busca el saber por el saber y lo comunica con el impulso interior de quien ofrece algo valioso.

Nada de lo anterior tiene sentido si ese esfuerzo por adquirir el conocimiento desiste de la verdad como aspiración común. Ese es el legado que las universidades de inspiración cristiana no podemos olvidar. Un legado que hace de todas las universidades católicas, distintas desde el punto de vista de sus objetivos, pero una sola comunidad desde el punto de vista de sus fines. Comunidad que incluye a toda universidad que siga siéndolo en este sentido institucional, es decir, en donde el saber y su comunicación se ejerzan con la gratuidad expansiva y natural de un bien participable.

Que la caritas cristiana enderezara el deseo de saber reforzando su íntima asociación con el deseo de su comunicación, no solo dio lugar a la universidad como institución, sino que suscitó una forma de vida dedicada, una professio o profesión, que hoy conocemos precisamente con el nombre de ‘profesor’.

Sin ese enderezamiento comunicativo del saber transformado en un servicio que ofrecer a otros, no habría habido universidad, y el saber no habría circulado libre entre inteligencias que formaban comunidades de estudiosos que acogían a su vez a estudiantes; y sin ellos Occidente no habría conocido su progreso fundado en el saber riguroso y su comunicación, ni habría generado su movilidad social fundada en la capacidad y la virtud actualizadas mediante el estudio.

Porque su naturaleza como institución es esa libérrima gratuidad del estudio y su comunicación, la universidad es también el lugar donde no dejamos caer el saber bajo los imperativos de la utilidad. Por supuesto que buscamos el saber útil mediante la investigación aplicada, la transferencia del conocimiento, la resolución de problemas y el aporte de innovaciones cognitivas. Por supuesto que nos ocupamos con esfuerzo y cada vez más y mejor de eso que llamamos empleabilidad, es decir, de formar profesionales capaces que se integren rápidamente en nuestros sistemas productivos y económicos, haciendo posibles sus proyectos vitales.

Sabemos bien que ese es el propósito que trae a los jóvenes hasta nosotros y que esa es la demanda social cuya satisfacción nos hace económicamente viables. Nuestro compromiso al respecto no solo es firme, sino que no deja de suscitar iniciativas y formas de nuevas de mejorarlo, dedicándole cada vez más esfuerzos.

Pero si solo hiciéramos eso, aunque lo hiciéramos muy bien, habríamos olvidado lo que somos y confundido nuestra misión con los objetivos mediante los que alcanzamos nuestra viabilidad. Y entonces ya no sería necesario el gobierno y bastaría la gestión. Entonces los profesores podrían organizarse mediante estructuras gerenciales profesionalizadas y, tal vez, también más capaces para lograr objetivos que los grupos de profesores que asumen el gobierno de su institución temporalmente separados de sus campos de estudio.

Pero entonces se habría perdido -o estaría en peligro de perderse- ese aprecio gratuito del saber por sí mismo y por el gozo de adquirirlo y comunicarlo expansiva y apasionadamente. Se habría olvidado que en la universidad lo más importante, lo más valioso, no es la organización, ni quienes la gestionan o dirigen, sino los que saben y los que quieren aprender, profesores y alumnos. Se habría olvidado que lo grande, magis en latín, es el magisterium; mientras que al hecho de conseguir lo que es menester, le llamamos ministerium, de minister (sirviente) que a su vez procede de minus (menos).

La universidad y su gobierno como institución es toda ella el ministerium del magisterium, es decir, el esfuerzo organizado por lograr todo lo que es menester para el estudio, para el crecimiento estudioso de profesores y alumnos, de estudiosos y estudiantes. Todo lo demás, ciertamente imprescindible, se nos dará por añadidura, aunque esa añadidura requiera de muchos desvelos y esfuerzos.

De ahí la costumbre casi milenaria de que las universidades sean gobernadas por profesores y no por profesionales con más formación y mejor entrenamiento para la gestión. Lo que los profesores honran al distinguir a quienes les gobiernan es el recuerdo esclarecido de que la universidad no es reducible a una organización con objetivos, sino algo mayor: una institución en la que el saber y su comunicación son apreciados y buscados por sí mismos pero para beneficio de otros, de los estudiantes. Así que cuando los profesores distinguen a uno de los suyos no están honrando el poder sino la autoridad, es decir, el saber socialmente reconocible. Mientras que el poder solo se tiene en la medida que se evita que otros lo tengan, la autoridad solo se alcanza si los demás nos la dan.

Sin esa preminencia de la autoridad del saber sobre la fuerza del poder, las sociedades humanas derivan hacia la irrelevancia de la verdad bajo la presión de los poderosos. Y sin esa preeminencia del saber logrado mediante el estudio, tampoco sería posible la relación entre estudiantes y profesores, cuya autoridad deriva exclusivamente de que anteceden en el estudio a sus estudiantes.

Es el estudio lo que congrega a profesores y alumnos, y son los distintos momentos de la vida de unos y otros lo que nos distingue; mayores unos, menores otros. Pero aquí la relación entre lo mayor y lo menor se invierte, porque son los profesores y lo que saben lo que se pone al servicio de las necesidades de los jóvenes. Y en esa dirección servicial del magisterio se pone de manifiesto otra dimensión del saber esclarecida por el sentido cristiano del servicio: servir es lo más grande. Los profesores necesitan la ayuda de muchos otros, de la universidad misma como institución para poder estudiar e investigar y para, a su vez, ponerse al servicio de sus estudiantes.

Solo así, mediante el saber convertido en ofrenda, en servicio, podemos transmitirles la certeza de que el sentido más alto de su trabajo será el servicio que presten a otros.

Por eso también, y voy terminando, a la universidad le resultan tan propicios y naturales los actos de apertura, mucho más que los de clausura. Para poder volver a empezar hace falta que el cansancio de la labor diaria no se haya convertido en fatiga del corazón; es necesario que cada vez que empezamos algo resurja la autoexigencia, la aspiración interior a hacerlo tan bien como este a nuestro alcance: que cada clase sea tan buena como sea posible, la mejor incluso, si fuera posible, día tras día, año tras año, con la novedad perdurable de la tarea donde alcanzamos lo mejor de nosotros mismos al darlo, precisamente al darlo en servicio a nuestros estudiantes.

Gaudeamus igitur, alegrémonos pues; alegrémonos pues podemos volver a empezar, regresando a ese principio que no se agota: el deseo de dar lo mejor a nuestros jóvenes con la libérrima gratuidad del saber convertido en servicio.

Excmo. y Mgfco. Sr. D. Higinio Marín Pedreño
Rector de la Universidad CEU Cardenal Herrera